¿Cuánta agua consumimos?
Mientras lee este reportaje, piense en que para fabricar cada página se han necesitado aproximadamente 10 litros de agua. Sólo el papel, sin contar la tinta para imprimir el texto y las imágenes. Si lee mientras degusta un café, sume 140 litros más de agua; 75, si toma una caña de cerveza. ¿Cómo va vestido? Unos tejanos y una camiseta de algodón equivalen a más de 10.000 litros.
No se trata de un error. No sólo gastamos agua en la cocina, la ducha, al hacer la colada o lavar el coche. Todos nuestros bienes de consumo, desde el teléfono móvil hasta las sábanas de la cama, necesitan una cantidad ingente de agua para ser producidos. Esta agua no se ve, por eso se la llama «virtual». Cuando se dice, por ejemplo, que un kilo de carne de ternera implica un gasto de unos 15.400 litros de agua, no sólo se refiere a la que ha sido necesaria para los cultivos para la alimentación del animal y a la que ha bebido este a lo largo de su vida. También cuenta la que se invierte en la elaboración, empaquetado y transporte de esa carne hasta la nevera del supermercado. Si procede de Argentina, pongamos por caso, el consumidor estará influyendo indirectamente en el sistema hídrico de ese país.
Aunque el agua cubre alrededor de un 70% del planeta, sólo una proporción muy pequeña (menos del 1%) se encuentra al alcance de las personas. Se ha hablado ya mucho de que es un bien escaso. Existen cifras alarmantes, como que en el mundo hay mil millones de personas que no tienen acceso al agua potable o que este problema es el causante de que mueran niños a diario. Está mal repartidaen el tiempo y en el espacio y conlleva desigualdades sociales aberrantes. Lo que no está tan difundido es que la evaluación de la huella hídrica podría aportar nuevas soluciones a la escasez de agua en algunos países.
Los colores del agua
El profesor Arjen Y. Hoekstra, de la Universidad de Twente, en los Países Bajos, fue quien introdujo este concepto en el 2002. En su libro ‘Globalización del agua: compartir los recursos de agua dulce del planeta’ (Marcial Pons, 2010), escrito junto con Ashok K. Chapagain, señala que «la huella hídrica de un país se define como el volumen total de agua dulce que se necesita para producir los bienes y servicios consumidos por las personas de dicho país». Es un indicador que mide tanto el uso de agua directo como el indirecto y que «vincula a los consumidores finales, las empresas intermedias y los comerciantes al uso de agua a lo largo de toda la cadena de producción de un producto».
Para el cálculo, se clasifican las fuentes de agua en tres colores: agua azul, verde y gris. La azul es el volumen de agua dulce que se obtiene de los recursos hídricos del planeta, ya sean aguas superficiales (ríos, lagos y embalses) o acuíferos subterráneos. La verde es el agua de lluvia almacenada en el suelo como humedad y que se evapora durante la producción de los bienes. El tercer componente es el de la huella hídrica gris: cuando se fabrica una prenda de vestir, por ejemplo, se usan tintes y otras sustancias químicas que tienen que ser tratadas antes de ser vertidas para que no contaminen el entorno. Para asimilarlas, también se necesita agua.
El impacto de España
Sea del color que sea, la huella hídrica global es de 7,45 billones de m3 anuales, lo que supone un promedio de 1.240 m3 al año por persona. Sin embargo, las cifras pueden variar enormemente de un país a otro. Los españoles, como los habitantes de otros países del Sur de Europa como Grecia, Italia y Portugal, somos los que dejamos mayor huella hídrica después de los estadounidenses: 2.325 m3 al año frente a 2.480 m3 en EE.UU. Para hacerse una idea, esta cantidad equivale a casi toda el agua que puede contener una piscina de dimensiones olímpicas (50 metros de largo). En el lado opuesto, los chinos tan sólo consumen una media de 700 m3 por habitante y año.
Para calcular la huella hídrica de un país se tienen en cuenta aspectos como los hábitos de consumo de sus habitantes (una dieta vegetariana siempre tendrá menor impacto que una que incluya carne); la eficiencia del uso del agua (sobre todo en las prácticas agrícolas) o el clima. España es el país más árido de Europa. La huella hídrica de la agricultura y la ganadería es, con diferencia, la más grande entre todos los demás sectores y alcanza aproximadamente el 80% del consumo de agua.
Se da otro fenómeno y es que, para satisfacer las necesidades de los consumidores españoles, no es suficiente con los productos fabricados aquí, se deben importar algunos del extranjero. Y, al hacerlo, se importa también el agua que se ha necesitado para fabricarlos. En concreto, un 36% del total de la huella hídrica en España procede del exterior, según la organización Water Footprint Network.
Se importa muchísima agua comprando cereales y piensos a países como Francia y Alemania, que luego se utilizan para alimentar al ganado. Pero, de otra manera, se gastaría demasiada agua para producir unos bienes que, en realidad, tienen muy poco valor económico. Si no se hicieran estos trueques con el agua virtual, los españoles sólo podríamos comer, como máximo, la mitad de la carne que se consume en la actualidad.
Con datos como estos sobre la mesa, parece claro que los gobiernos deben situar la cuestión del agua en el centro de sus políticas, sobre todo cuando se trata de países áridos y semiáridos. España fue, en el 2008, uno de los primeros países en aprobar una instrucción de planificación que incluía el análisis de la huella hídrica como criterio técnico para gestionar las cuencas hidrográficas. «No es la panacea, pero es útil llevar una contabilidad del agua para gestionar bien nuestros recursos», afirma Maite Aldaya, investigadora de la Universidad Pública de Navarra (UPNA) y consultora del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente.
Sin embargo, en España, como en otros países, se siguen construyendo grandes infraestructuras hidráulicas para transferir o exportar agua de las zonas donde se supone que sobra a donde supuestamente falta, como se ha hecho con el trasvase del Tajo-Segura, que tanta polémica ha motivado. Y esa no es la solución. Para el profesor Ramón Llamas, director del Observatorio del Agua de la Fundación Botín, «en España no hace falta físicamente agua, lo que ocurre es que está mal administrada». Habría que reasignar los recursos para destinarlos a usos más rentables económica y socialmente, y uno de los principales obstáculos para ellos es que se utiliza el agua «como arma política para ganar votos».
Fuente: La Vanguardia