Artículo de opinión: Un país en plena transición ecológica
Silvia Ferrer-Dalmau, arquitecta de 44 años, representa un cambio de valores en España que ha llevado a muchos ciudadanos a poner en práctica comportamientos más respetuosos con el medio ambiente. Se mueve en bicicleta, compra productos ecológicos o de proximidad, utiliza las redes sociales de intercambio y en casa usa un sistema de calefacción a base de astillas para ahorrar combustibles fósiles. Sus hábitos no son los más generalizados en la sociedad. Pero ya no son nada excéntricos. Ciudadanos como ella simbolizan la punta de lanza de un cierto cambio cultural.
Con todo, la vida cotidiana de Ferrer-Dalmau discurre paralela a la constatación (reflejada en encuestas) de que los asuntos ambientales han perdido relevancia entre los problemas que preocupan a la población española. Los problemas ambientales han pasado de figurar entre los más importantes para el 17% de la población en el 2009 a serlo sólo para el 4% en el 2011 y el 3% en el 2013, según los estudios demoscópicos de la Fundación Mapfre. Han quedado relegados por la crisis, confirmaba el barómetro del CIS de septiembre del 2012.
Un cambio de valores paulatino
Un análisis más detallado permite, sin embargo, desentrañar un cambio cultural en la sociedad española, en la que los valores de defensa del medio ambiente han ido penetrando de forma paulatina. Se interiorizan de manera silenciosa y discreta.
Son valores que muchas veces han venido impuestos a raíz de normativas europeas. España se ha beneficiado de su pertenencia a la UE (y de sus millonarias ayudas para el medio ambiente). El aire, los suelos y las aguas lo agradecen. Pero, otras veces, los hábitos son fruto de una percepción rotunda de los ciudadanos.
Silvia Ferrer-Dalmau, por ejemplo, sabe todos los trucos para ahorrar energía en la cocina; renuncia a los envases en la compra y es socia de una compañía comercializadora de electricidad verde. Su ejemplo muestra hasta qué punto el cambio de valores ecológicos ha ido calando.
El 64,4% de los españoles encuestados declara seguir con mucho o bastante interés las noticias sobre medio ambiente (CIS del 2012); y el 71,6% se declara “muy” o “bastante” a favor de dedicar más recursos a protegerlo (¡y en plena crisis!). “Los españoles tenemos una mayor sensibilidad y predisposición hacia estas cuestiones de lo que se cree”, según detectan los estudios demoscópicos. Así lo confirma Francisco Heras, experto en educación ambiental y coautor de la encuesta Mapfre.
Muchas personas creen erróneamente que sus conciudadanos no están suficientemente preocupados por los problemas ecológicos (un 48,6%) o que, al menos, muestran muy poco interés y preocupación (un 32%). En realidad, es una valoración errónea de las opiniones de los demás, una confusión conocida por los psicólogos ambientales, agrega Heras.
Y que tiene su trascendencia: “La confusión lleva a conformarse con políticas ambientales menos avanzadas, porque se cree que los demás no aceptarían otras más ambiciosas. Se asumen las que se cree que reúnen más consenso”, dice Heras. Los medios de comunicación contribuyen, en ocasiones, al malentendido. Por ejemplo, según las encuestas, los españoles ven muy positivamente las energías renovables, pero en debates de radio o televisión se pone el énfasis en unas desventajas que no existen para los ciudadanos, agrega.
La realidad es que los ciudadanos quieren políticas más ambiciosas en la lucha contra el cambio climático: un 73% apoya los carriles bici; un 67%, que se prohíban los productos con una vida injustificadamente corta, y un 58%, subir impuestos a los coches más contaminantes. Y desearían que se fuera más proactivo: un 85,5% apoyaría el consumo de productos producidos localmente; un 66% restringiría el coche privado en centros históricos, y un 56% limitaría los coches más contaminantes en zonas urbanas con aire sucio.
Abismo entre la teoría y la práctica
Los ciudadanos están más y mejor informados sobre los problemas que acechan al medio ambiente. Asuntos que hace años eran de interés minoritario son hoy cuestiones centrales o de interés general (como el cambio climático, la desaparición de especies, la contaminación química…). Pero en el reverso de la moneda está el hecho de que muchos indicadores ambientales han ido a peor. “Aumentan el conocimiento y la información, pero crece el abismo entre lo que sabemos y la inercia del sistema en lo económico, lo político y las opciones de consumo. Todo ello hace difícil que las opciones ecológicas se abran paso. Aumenta el consumo ecológico, pero en conjunto crece mucho más el consumo antiecológico”, apunta el filósofo Jordi Pigem.
“Hemos hecho bastantes progresos en ahorro de agua y de energía, la separación de residuos o en buenos hábitos de consumo, pero son insuficientes para revertir la situación a escala global”, opina el ecólogo Ramon Folch. “Predomina la tendencia a mirar hacia otra parte, a hacer oídos sordos y a esconder la evidencia bajo la alfombra del optimismo tecnocrático, en espera de que algún milagro nos permita seguir adictos al materialismo”, dice Pigem.
“Hemos aprendido (algunos) que la crisis económica y los problemas socioambientales –especialmente los globales, como el cambio climático– son disfunciones del inadecuado modelo productivo, de consumo y de redistribución de los valores añadidos –afirma Folch–. Estamos ante un modelo obsoleto, que responde a unos planteamientos desarrollistas propios del siglo XIX”. Un pensamiento económico vigente pero superado, la ambición de los poderosos de siempre y la pereza acomodaticia ante los cambios explican el inmovilismo, agrega el ecólogo.
“Hay que hablar claro a la gente sobre la gravedad de las consecuencias de continuar con nuestros actuales modelos de vida basados en energías fósiles y sobre la necesidad urgente de adoptar nuevas pautas en el transporte, la agricultura industrial o las formas de alimentarnos y de desplazarnos… que permitan mitigar los efectos de un cambio climático que ya está en marcha”, sostiene María Novo, catedrática Unesco de Educación Ambiental de la Universidad Nacional a Distancia.
Somos lo que comemos
“Los ciudadanos se muestran cada vez más preocupados por la contaminación del aire. Son evidentes los efectos en afecciones pulmonares en los niños, como los casos de asma, entre otras dolencias”, señala Cristina Narbona, exministra de Medio Ambiente. “También hemos visto cómo los productos tóxicos y persistentes se han ido acumulando en nuestro cuerpo, y esto es una de las causas del empeoramiento de la calidad de semen, asunto que los epidemiólogos han resaltado, como el aumento de las inseminaciones artificiales, las adopciones o el hecho de que muchas parejas no puedan tener hijos”, añade.
“La gente empieza interesándose por consumir productos de limpieza más limpios; luego busca comida más sana y, finalmente, productos cosméticos naturales”, dice Miguel Ángel Montesinos, del proveedor de alimentos La Finestra sul Cielo.
Muchos consumidores han encontrado un hueco para la compra de productos de proximidad (vinculados al territorio), de temporada, más variados y sabrosos. Esto explica la aparición de un comercio que prestigia la ausencia de intermediarios, la venta directa, las tiendas especializadas o los mercados de payés. Una prueba es el éxito de las cooperativas de consumo, agrupaciones que canalizan sus compras semanales de frutas, verduras y legumbres a productores agroecológicos, mediante un procedimiento que permite recibir un cesta en casa con los alimentos de temporada servidos por productores de confianza.
La conciencia de la huella ecológica de la producción de carne (lo que supone el uso de fertilizantes, pienso, riego, combustibles…) empieza a penetrar en la escala de valores del consumidor. No pocos urbanitas cultivan su huerto (en la terraza o azotea) como símbolo de la vuelta a lo rural, lo local, y en un anhelo de consumo más austero y racional. El embrión de los cambios en pro de un modelo energético limpio –que hasta incluya el autoabastecimiento– está en el éxito de empresas y cooperativas comercializadoras de electricidad verde.
“Se aprecia un interés creciente por acercarse a la naturaleza, no sólo por motivos recreativos y deportivos (senderismo, hiperfrecuentación de los parques…), sino porque los espacios naturales permiten el silencio y la contemplación y porque cada vez nos damos más cuenta de la fuerza del cordón umbilical que nos une a la tierra. Reconectar con la naturaleza es una manera de reconectar con nosotros mismos”, dice el filósofo Pigem. En la misma línea apunta la creciente sensibilidad por la defensa de los animales (en espectáculos o experimentación) y para reivindicar mejoras en sus condiciones de bienestar (en granjas, prohibición de sacrificios…).
Los productos bío dan el salto
Fruto de la mayor sensibilidad ecológica es la irrupción de un consumidor nuevo urbano, preocupado por la salud, el bienestar y el medio ambiente y que explica el despegue en España del consumo de productos con el sello biológico o ecológico. Cuando la crisis azota más duramente, los comercios de estos productos viven un momento dulce, incluso, de esplendor. El retrato robot del cliente presenta a una mujer que vive en una gran ciudad, de unos 40 años, con hijos, alto poder adquisitivo y con un nivel cultural superior a la media.
UN PAÍS EN PLENA TRANSICIÓN ECOLÓGICA
España tiene ya 17.500 kilómetros cuadrados de campos de cultivos ecológicos. Es el primer productor europeo y el quinto mundial. Es verdad que el 75% de la producción ecológica se exporta, pero el consumo interno crece sin parar. Alcanzó los 965 millones de euros en el 2012. Los españoles gastan, de media, 20 euros por persona y año. Hay camino por recorrer: en países como Suiza, Dinamarca o Alemania ese consumo asciende a 160 euros.
“El público es muy amplio: incluye los más ecologistas y los que se preocupan mucho de la salud, pero se aprecia cada vez más un incremento de personas que, al nacer sus hijos, buscan la mejor alimentación para los pequeños”, explica Ángeles Parra, directora de BioCultura, la feria del sector. Hace unos años, la alimentación ecológica era un coto de personas concienciadas, activistas, vinculadas a posturas políticas, sociales, económicas y/o espirituales alternativas y muy minoritario. Hoy, la mayoría de los consumidores bío son personas corrientes, no sólo ‘connaisseurs’. La oferta es cada vez más variada y llega a segmentos muy específicos: algas, setas, leche sin lactosa, productos sin gluten, para diabéticos… Todo puede llevar ya el sello ecológico para garantizar que el cultivo estuvo exento de insecticidas o herbicidas.
“Observamos que cuando alguien se pasa a la alimentación ecológica, no la deja fácilmente”, indica Parra. El bío es un consumidor fiel. Hay quien incluso actúa movido por una austeridad práctica para compensar los precios más elevados de los alimentos ecológicos. Un menú bío podría ser una ensalada, una tortilla de patatas, una fruta o un yogur orgánico. Y saldría más barato que un menú con un primer plato con embutidos, un pescado y/o marisco y un postre de repostería, dice Parra.
Oenegés y educación ambiental
“En los últimos años hemos avanzado mucho en el respeto al medio ambiente. Es evidente que queda mucho por recorrer, pero no para de crecer el interés por las cuestiones relacionadas con la ecología”, explica el divulgador ambiental José Luis Gallego, un naturalista que creció en los campamentos que organizaba Félix Rodríguez de la Fuente en Segovia.
Como otros adolescentes que se educaron en la naturaleza, Gallego se siente partícipe de una generación que practicaba un “ecologismo contemplativo, centrado en el descubrimiento y la conservación de la naturaleza”, pero que ha evolucionado. “Hoy existe un número creciente de ciudadanos que han decidido pasar a la acción y mantienen una actitud más proactiva: no sólo les preocupa el deterioro medioambiental sino que se ocupan de atajarlo desde la acción personal”, subraya. Las onegés ambientalistas en España (Greenpeace, SEO BirdLife, WWE, Amigos de la Tierra, Ecologistas en Acción…) crecen en socios o se mantienen pese a la crisis.
El ciudadano toma las riendas porque los políticos, aunque con honrosas excepciones, no asumen esa responsabilidad, dice Gallego. El esfuerzo recae sobre la ciudadanía. Reciclar bien no tiene premio. Devolver los envases al comercio para aumentar el porcentaje de reciclado de envases de plástico no es posible. Ahorrar electricidad apenas tiene compensación porque el bloque fijo o de potencia eléctrica es el que más sube de precio, en detrimento del esfuerzo de ahorro. El autoconsumo con energía verde ha sido bloqueado con un impuesto. La fiscalidad verde está en mantillas (el impuesto de circulación no se gradúa según la polución del coche…). La mayoría de los comportamientos asumidos “no requiere alteraciones sustanciales en los estilos de vida dominantes, y muchas veces no es posible ir más allá pues los contextos vitales no facilitan ni estimulan el desarrollo de cambios profundos”, constata Pablo Meira, profesor de Educación Ambiental de la Universidad de Santiago.
Pero proteger el medio ambiente se ha convertido en una muestra de civismo, y cunden los buenos ejemplos, como el consumo colaborativo, la recuperación del prestigio de los productos de segunda mano o reutilizados o las redes de intercambio como formas de combatir un consumismo derrochador. “Ser ecologista se ha convertido en una tendencia in”, cree Gallego.
El ornitólogo Jordi Sargatal, en cambio, echa en falta más escuelas de naturaleza para que los adolescentes y los jóvenes queden cautivados por el conocimiento de las aves o el contacto con el entorno, “la mejor manera de crear naturalistas y personas formadas para proteger el territorio y defender el medio ambiente”, asegura.
Autor: Antonio Cerecillo
Fuente: La Vanguardia